UNA FUGITIVA UN TANTO ESPECIAL (CAPITULO 15)





Hola de nuevo, lectores y lectoras. Saludos a los amigos y amigas de España, EEUU, Mexico, Alemania, Irlanda, Portugal e incluso de la India. Mirando de vez en cuando las estadisticas, veo que mi fugitiva está llegando lejos y no puedo evitar sentir una gran satisfacción. 

Resumiendo un poco el capítulo 15 que vais a leer, os contaré que Simón es un buen hombre con un gran problema de remordimientos por haber abandonado a su familia para seguir su propio camino. Encontrarse con una diablesa puede ser la respuesta a miles de preguntas, pero no le es fácil creer en ella. Liduvel le irá demostrando poco a poco que es quien dice ser, pero dejando siempre margen para la duda, como marca el protocolo. Y como ángel de luz que pretende volver a ser, le dará buenos y sabios consejos para que Simón encuentre la paz perdida años atrás. Daniel la admira cada vez más, sin poder evitarlo.

Os dejo con Liduvel, Simón, Daniel y sus conversaciones sobre la vida en este mundo... y en el otro.

Besos, lectores y lectoras de todo el mapa mundi.



    15.
Simón había observado en silencio a Liduvel durante semanas. No había disipado aún todas sus dudas respecto a ella. Desde luego, no se podía negar que se comportaba de forma extraña para ser Lea Pineda. Su desintoxicación se había producido sin ayuda, rápidamente, sin recaídas y sin el menor contratiempo. Se la veía muy activa, ciertamente nerviosa, pero centrada, con muchos proyectos. No era lógico que una persona que hubiera estado tanto tiempo intoxicada tuviera tal derroche de energía. Nunca lo había visto en otros casos de drogadictos recuperados, que se sentían decaídos y a menudo propensos a volver a caer en las redes de la droga para calmar ansiedad y dolores.
Ella sentía que Simón estaba corroído por las dudas e intuyó que Databiel había pasado por allí. No podía perder la confianza de Simón. Era su máximo aliado en el mundo, porque era el único a quien podía hablar con toda sinceridad.
    Tú y tus dudas, Simón...—susurró Liduvel a su espalda, sabiendo lo que estaba pensando. Él se sobresaltó, porque estaba ensimismado en sus pensamientos.
    Dudar es humano...—respondió él, mecánicamente, al salir sobresaltado de sus cavilaciones.
    Has estado valorando todo lo que te dije, y te parece imposible que sea cierto. Pero tú debiste creer alguna vez en ello. Te lo han metido en tu dura cabezona tus jefes, los patriarcas de la Iglesia. ¿Por qué te es tan difícil creer que soy un ángel caído?—se burló ella, entornando los ojos con maldad. Al notar su gesto, lo corrigió de inmediato. No debía portarse así, ahora que hacía méritos para regresar.
    Soy un hombre razonable, y tengo fe, pero nunca pensé que me las vería cara a cara con un demonio. Estoy abierto a creer. Así pues, dame pruebas, pruebas que puedan verse y tocarse, y creeré en ti...—tentó él, utilizando la misma maldad con que ella le enredaba. Liduvel sonrió ante su intento. Buena jugada, pero no se lo iba a poner fácil.
    ¡Ja! Eso sería muy sencillo. Ni a ángeles ni a demonios nos gustan las cosas fáciles... deberías saberlo—negó Liduvel, jugando con él con aire travieso—Esos fastuosos despliegues de poder que se ven en vuestras películas de terror son falsos, son un alarde impropio de nosotros, solo efectos especiales, algo realmente vulgar. Somos mucho más sutiles, y el protocolo es dejar siempre un resquicio para la duda. Tú tienes un problema añadido. Simón, a pesar de lo que predicas a tus beatas, no lo sientes. Siempre has dudado. Siempre—señaló Liduvel como una acusación, mirándole con aquellos ojos astutos, que no podían pertenecer a una drogadicta de dieciséis años.
    No, no es cierto. Mi fe es firme. No siempre tuve claro si quería ser sacerdote... pero el tiempo de las dudas ya terminó...—negó él, consternado por la forma en que ella parecía conocerle. Mentía descaradamente y ella lo sabía. Siempre tuvo un fondo de dudas, quizá heredadas de su padre, ateo convencido, quien a pesar de no tener ninguna formación, siempre esgrimía buenos argumentos para demostrar que Dios no existía.
    Tú eres un buen hombre. Pero no eres un buen sacerdote, no como les gusta a tus jefes... Procuras adaptarte siempre que te envían de un sitio a otro, sin razón lógica ninguna. Ahora estás ayudando a mucha gente de este barrio: a las mujeres maltratadas, a trabajadores en paro, a los chicos drogadictos, a los niños de la calle... Ellos solo quieren que des la misa, que ofrezcas buenos sermones, que confieses puntualmente a las beatas, que mantengas la iglesia limpia… y si puede ser... que no te fijes en los escotes ni en los traseros de las jovencitas. No quieren otra cosa de ti. Tu tarea social les sobra, incluso les molesta. No es tu labor. Eso es cosa de Servicios Sociales. ¿Qué será de ti y de tus numerosos protegidos cuando tus superiores, haciendo gala de su prepotencia, te envíen a otro destino? A las beatas puede atenderlas cualquier cura, pero no todos ayudan a la gente, se limitan a sus misas y no se complican la vida como tú. Esos soberbios no quieren buenas personas, solo esclavos que les obedezcan sin rechistar. No eres lo que ellos esperan. Y mejor para ti, Simón. No sabes cuantos de ellos viven allá abajo. Te asombrarías—le dijo Liduvel con voz suave y envolvente, utilizando de nuevo sus innatas dotes para tentar y sembrar dudas, que aún no se habían oxidado.
    ¡Basta! Lo que quiera Dios de mí, eso será lo que me reserve la vida...—se revolvió Simón, cada vez más inquieto, apartando la mirada de aquellos ojos penetrantes.
Ella siseó al escuchar el nombre. ¡Maldita facilidad humana para pronunciarlo! No se cortaban ni un pelo para tenerle en su sucia boca animal.
    Simón, Simón… no hay destino escrito, hay un protocolo, unas directrices que pueden presentar variaciones. Y es tu libre albedrío el que determina las variaciones, no ÉL. ¿Cuándo aprenderéis a dirigir vuestras vidas sin acusar a nadie ni a nada de vuestros errores?—reveló Liduvel, enojada, porque incluso aquel ser humano especial era estúpido como todos los demás.
No debía haber dicho esto, pero creía que era tan evidente aquella afirmación que un hombre inteligente como Simón ya debía haberlo sabido. Él se quedó aturdido, pues siempre había creído en el destino. Y siempre pensó que su destino era ser sacerdote: un buen hombre y un buen sacerdote.
    Tú serías mejor asistente social que sacerdote. Ejercerías tu gran labor igual que ahora, pero te sentirías bien contigo mismo y podrías vivir una existencia normal, con raíces. Podrías incluso tener una mujer e hijos... ¿Acaso no quisieras tener hijos, Simón, con lo que te gustan los niños? Tú naciste en una familia numerosa. Tus hermanos tienen varios hijos. Y sé que a ti también te gustaría. No irías de aquí hacia allá a golpe de voto de obediencia. Y ÉL no se enojaría contigo, te lo aseguro, porque a ÉL simplemente le gusta la gente buena, sean sacerdotes, amas de casa, conserjes, maestros o albañiles.... Te juro que no mira con mejores ojos a los jerarcas de las iglesias, sean de la religión que sean, le llamen como le llamen. A ÉL sólo le agrada la buena gente, sin más—indicó Liduvel, afirmando algo que él había valorado ya muchas veces por su propia cuenta.
Simón negó con la cabeza. Le había costado un gran esfuerzo llegar donde estaba, pese a la oposición de su familia, con la que no se hablaba desde que profesó. Era una gran pena que llevaba a cuestas, con su padre ateo debido a los reveses con que la vida le había golpeado, y con los reproches de su sacrificada madre, quien le había dicho mil veces que debía ayudar en casa, buscar un trabajo normal, ser el apoyo de su padre como hijo mayor y cuidar de sus muchos hermanos...
    Pero tú no querías esa vida. Subirte al andamio para caerte de allí y romperte, como tu padre. No querías darte a la bebida, maldecirLE y acabar golpeando a tus padres y a tus hermanos... y después a tu mujer y a tus hijos. Tú no habías nacido para eso. Hiciste bien en marcharte, tus padres no deberían haberte echado sobre los hombros semejante responsabilidad. Ellos eligieron tener esa vida, tener más hijos de los que podían mantener y cuidar bien, y no querían permitirte elegir tu propia vida. Querían que tú tomaras sobre tus hombros sus responsabilidades, que les quedaban grandes. Y no querían darte estudios para que tuvieras una mejor vida que ellos, cuando tú eres tan inteligente y podías haber llegado a ser un hombre importante en tu mundo—leyó Liduvel en sus ojos, entrando a saco en su mente torturada. Le apenaba aquella triste vida, porque le caía bien Simón, tanto como Teresa. Siempre le molestó que la buena gente sufriera vidas tan penosas. No era justo.
    ¡No hagas eso! NO te consiento que me analices—la detuvo él, sudando copiosamente Mi vida es cosa mía...
Realmente estaba metiendo el dedo en la llaga. Simón parecía torturado y Liduvel sonrió ampliamente. No tenía intención de tentarle, al menos no como antes, para causarle daño en su frágil naturaleza y forzarle al suicidio. No era buena idea tentarle de cualquier modo en ese momento de su prueba para pasar al otro Lado. Sería muy fácil terminar con sus dudas definitivamente, pero no debía hacerlo. De todas formas era su amigo, y como amigo podía darle un buen consejo. Lo mejor que podía hacer por él era darle las pruebas que necesitaba para creer definitivamente que ella era quién decía ser. Por eso decidió desvelar la forma en que le conoció, años atrás en contabilidad humana.
    Te conozco hace mucho tiempo. Te lo dije cuando recogiste a la moribunda Lea en la calle. Por todas tus dudas y remordimientos acumulados intentaste suicidarte. Era otoño, el tiempo más propicio para la tristeza. Yo estaba allí para meterte esa idea en la cabeza, y me alegré de que fueras fuerte y finalmente no pudiera vencerte. No me gustan las cosas fáciles. Tú te negaste a caer abatido, aunaste valor y no te tomaste aquellas pastillas que el padre Demetrio se había dejado en un cajón cuando se marchó a Colombia. Tomándolas todas de golpe hubieras acabado con tus remordimientos. Te hubieras sentado a esperar la muerte en un banco de aquel bonito parque, rodeado de hojas secas, de color ocre y rojizo, que formaban torbellinos a tu alrededor. Muy hermoso marco, no me lo negarás, yo lo elegí para ti... para que tuvieras un fin poético y hermoso...—explicó Liduvel, haciéndole temblar de terror. Era cierto. Todo aquello era cierto y ella no podía saberlo. Luego pensó que lo sacaba de su cabeza de alguna forma. Había humanos que podían hacerlo. No hacía falta ser una diablesa. Decididamente era telepatía. No se había demostrado jamás científicamente, pero las evidencias estaban ahí.
Recordó el día que la recogió en la calle. «Tú has sido uno de mis pocos fracasos» le dijo ella cuando le reconoció y le llamó por su nombre. Y veía aquella mirada profunda, extraña, tan llena de sabiduría y de eones de sufrimiento, maldad y odio por el ser humano. Definitivamente era una diablesa, la que le tentó para suicidarse y terminar con todo. Quizá en ese justo momento aquella chica dejó de ser Lea para él. A partir de aquel instante, aquel ser extraño empezó a ser Liduvel, un verdadero ángel caído. Un privilegio para cualquier ser humano. ¿Quería evidencias? Ahí las tenía.
Simón se sentó, incapaz de estar de pie por más tiempo.
    NO quiero hacerte daño. Eres mi amigo. Me caes bien. Por eso te daré un buen consejo. Para ser feliz de nuevo, Simón, vuelve a contactar con tu familia, pero no renuncies a tu propia vida: mándales algún dinero de vez en cuando, para comprarle zapatos a tus hermanos. Felicítales por sus cumpleaños, si los recuerdas todos... y por Navidad. Y un día, cuando estés preparado... vuelve a tu casa y reconcíliate con tu familia. Entonces te aceptarán de nuevo y tú te sentirás mucho mejor...—le aconsejó Liduvel, con absoluta buena fe.
Simón la miró mientras salía de la sacristía. ¡Cómo había deseado hacer eso durante años, sin reunir valor para ello! Supo que la guiaba la buena intención al aconsejarle así, pero le sumió en oscuras cavilaciones. Se arrodilló ante la Cruz que presidía la sacristía y rezó para que sus ideas se aclararan.


Daniel no sabía realmente lo que reflejar en su informe sobre aquel asunto. Finalmente, tras darle muchas vueltas, escribió todo aquello que no podía perjudicar a Liduvel. «Su buena amistad con Simón le lleva a aconsejarle que para evitar sus remordimientos debe reconciliarse con su familia, ya que haberlos dejado atrás le entristece y no le permite evolucionar». Repasó varias veces lo que había escrito y finalmente concluyó que así estaba perfecto. Si no le cayera tan bien Liduvel, hubiera dicho que había utilizado de sus antiguas malas artes para la tentación, a fin de hacer perder a Simón la poca convicción que tenía para seguir ejerciendo de sacerdote. Pero tampoco había usado de sus malas artes para dirigirle por el camino del mal, muy al contrario. Le aconsejaba bien, no le mentía. A ÉL le gustaba la buena gente, fuera lo que fuera. No se disgustaría con Simón por abandonar su Iglesia, mientras continuara ejerciendo el bien, que era lo que finalmente importaba.


Simón no obtuvo respuestas claras de sus oraciones, pero se levantó del reclinatorio con la sensación de que debía telefonear a casa, de que eso era lo único que podía hacer en aquel momento.
Cerró los ojos y esperó que no les hubieran cortado el teléfono por falta de pago. Marcó el número con manos temblorosas. Mientras sonaba el tono de llamada regresó con su mente a la casa donde nació y creció antes de escapar para meterse en el Seminario. Una casa pequeña, apenas 70 metros cuadrados con su escaso espacio muy bien aprovechado, con varias literas en las dos habitaciones de los niños (en una todos los chicos y en otra todas las chicas), armarios atiborrados de ropa de muchas tallas (que pasaba de uno a otro hermano hasta que se caía a pedazos). A aquellas horas su madre repartiría la merienda a sus hijos más pequeños a la salida del colegio, mientras esperaba a los hijos mayores que ya trabajaban, con ropa limpia para cambiarse después de una ducha, y seguramente rezaría para que su marido no acudiera muy borracho a casa por la noche.
    ¿Sí?—le respondió la voz infantil de uno de sus hermanos más pequeños.
    Hola, ¿está mamá?—le preguntó Simón con el corazón desbocado, pues no sabía cual de todos los chicos era el que le había contestado (Lino, Sebastián, Mateo o quizá Fran).
    Si, ahora se pone. ¿Quién es?—preguntó el chico, con curiosidad.
    Dile que soy Simón...—respondió él, sin añadir que era su hermano mayor ni ningún dato sobre su identidad.
Al cabo de un instante al otro lado del aparato sintió la voz ajada y cansada de su madre. La imaginó claramente ante él, con el pelo revuelto, el delantal sucio, la mirada triste en un rostro pálido y delgado. Nunca comía lo suficiente, ni tenía tiempo para ella. Todo su tiempo era para sus hijos.
    ¿Sí? ¿Quién es?—preguntó ella, que no parecía haber entendido su nombre en boca de su hijo.
    Soy Simón, mamá. Tu hijo mayor—susurró él, con un nudo en la garganta.
    ¿Simón? ¿Qué santo se ha colgado para que llames, chico?—preguntó ella, pero su voz no sonaba enojada, sino quizá un punto asombrada.
    Me he acordado mucho de vosotros en este tiempo, pero no me he atrevido a llamar, por si me rechazabais. Una buena amiga me ha aconsejado que diera el primer paso para reconciliarme. Por eso llamo y ... he pensado también... enviarte unos pocos ahorros, para los zapatos de los chicos... yo no gasto mucho, ya sabes, y a ti te vendrá bien...—explicó Simón, intentando que no se notara el temblor de su voz.
No escuchó nada al otro lado del teléfono, pero su madre no había colgado.
    ¿Mamá?
    Aquí estoy...—respondió ella sin añadir más. Parecía emocionada.
    Bueno... ¿Qué te parece?—preguntó él tímidamente.
Hubo una pausa interminable antes de que ella se sonara los mocos en su delantal y continuara.
    El dinero siempre viene bien, pero lo que deberías hacer es visitarnos de vez en cuando. Tus hermanos apenas se acuerdan de ti. Mateo y Rosi eran solo unos bebés cuando te fuiste, ni siquiera te conocerían. Tu padre no está bien. Su hígado... su páncreas, ya sabes... el alcohol pasa factura ahora que ya pasa de los cincuenta. Estaría bien que vinieras, aunque sigas siendo un puñetero cura. Pero no te pongas nada para parecer cura, ni alzacuellos ni ropa oscura... y él no … no se ofenderá, ya sabes... Nunca lo dice, pero te echa en falta—le dijo su madre, arrastrando las palabras que llevaba en su interior hacía mucho tiempo y tragándose sus lágrimas.
    Sí, claro. Iré. Dudaba si me recibiríais, después de cómo fue la despedida...—musitó Simón, recordando los gritos y portazos.
    Eso ya está olvidado—aseguró su madre, mientras se oía una trifulca infantil desde lejosTengo que dejarte, los pequeños están repartiendo galletas con chocolate por todo el comedor...—se despidió ella apresuradamenteAquí estamos... hasta cuando quieras, hijo…
    Sí, mamá. No te preocupes, iré—prometió él, tragándose las lágrimasUn beso...
Simón colgó el teléfono, con el corazón lleno de alegría. Se alegraba de haber escuchado a Liduvel. Al girarse se sobresaltó al verla esperando en la puerta, con unos paquetes en la mano.
    Te he traído unas tonterías para tu madre y tus hermanos, del bazar de aquí al lado. Seguro que tú habrías caído en ese detalle cuando les visites... este fin de semana... cuando te pidas fiesta por primera vez en tres o cuatro años—le dijo, dejándole los paquetes en el suelo. Él movió la cabeza.
    ¿Cómo sabías que...?—preguntó él, sin enojarse. Estaba claro que era una diablesa. No podía haberlo leído en su pensamiento. Él nunca se hubiera atrevido a pensar que aquella tarde iba a llamar a su casa después de años de silencio y hubiera hablado con su madre, después de haberla abandonado años atrás, mientras le gritaba cosas terribles.
    Simón, Simón, hombre de poca fe... deberías llamarte Tomás—se burló ella, moviendo la cabezaTú que viste, creíste. Benditos los que sin ver, creyeron—parafraseó ella con sorna, recuerdo de sus días de diablesa.
Simón sonrió cálidamente. Tomó las bolsas con regalos y la miró fijamente a aquellos ojos llenos de fuego y de siglos.
    ¿Qué maldita clase de diablesa eres tú, Liduvel?—farfulló Simón.
    Una fugitiva un tanto especial, que desea volver a ser un ángel, vestir ropas resplandecientes, y llenarme de la paz que no he tenido desde el principio de los tiempos. Me gustaría llegar a ser un ángel de la guarda. No se me da mal del todo... Estoy ensayando con Teresa y contigo—sonrió Liduvel, nostálgica del antiguo cielo, antes de la Rebelión.
    Si necesitas referencias, yo te las daré. Se te da muy bien. Echaba de menos un ángel de la guarda—sonrió Simón.


Daniel, que aún andaba entretenido elaborando su informe, había asistido a aquella bonita escena, y encantado lo reflejó ampliamente. En verdad era una buena candidata para ángel custodio, mucho mejor de lo que él sería nunca. Sonrió y tomó nota de todo lo que había visto y escuchado, seguro de que puntuaría muy favorablemente a Liduvel ante el tribunal que la juzgaría.
(continuará)

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